El castigo físico no ha sido jamás mi tónica: hay métodos más sofisticados de dañarse, de morir en vida, y de arruinar la poca integridad que a uno le queda, si es que alguna vez la tuvo. Y esos, al menos a mí, nunca me dieron ni un ápice de alivio, ni una gota de sedante para el alma, ni aún temporal, ni siquiera imaginario.
Incluso ahora noto que me he entregado y me entrego pero nunca es del todo; que me guardo, que esquivo. Luego me percato y cedo, cedo hasta arrastrarme en la súplica, en la anulación de mi persona. Pero no soy, no siento, sólo temo. Huyo de pronto, y después me dejo encontrar, para volver a huir y a temer.
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